2. Oficina de correos

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2. Oficina de correos

Una de las actividades que más disfruto en España es visitar librerías. Da gusto fisgonear por el sinfín de libros que ofrecen: infantiles, atlas, cómics, guías de viaje o libros para estudiantes de español, entre otros muchos. Puedo pasarme horas curioseando en estos lugares. Obviamente, es imposible salir de una librería sin haber comprado al menos un libro, aunque he de confesar que suelo comprar libros más rápido de lo que los leo. 

Hace un tiempo, una profesora en Sevilla me enseñó que comprar y leer libros son dos pasatiempos diferentes. Ella se define como lectora y como coleccionista. Así pues, ya puedo dejar de sentirme culpable cuando compro un libro a sabiendas de que no voy a leerlo en los próximos años. Teniendo eso en cuenta, podría, incluso, comprar libros un poco más a menudo. 

Los libros pesan mucho. Y muchos libros pesan muchísimo. Y estando de viaje, no es nada práctico. Por esta razón, los envío desde España a mi dirección en Holanda regularmente. Una ventaja adicional es que, al regresar a casa, allí están esperándome. O bueno, a veces llegan mucho después de mi vuelta, ya que el plazo de entrega desde España es completamente arbitrario. El caso es que, no importa cuándo lleguen, siempre es como si recibieras un regalo. 

Las oficinas que he visto hasta ahora son bastante similares: edificios antiguos y hermosos en el centro de la ciudad con espacios grandes donde, en muchas ocasiones, hace bastante calor; techos altos, paredes embaldosadas, multitud de ventanillas, un dispensador de números en la entrada y gente por doquier que espera su turno tranquilamente. Encima de las ventanillas hay pantallas donde aparecen números que corresponden con los del dispensador. 

Nada de eso ocurre en Salamanca. Según Google Maps, debería haber una oficina de correos en la calle León Felipe. Una calle desierta, algo alejada del centro. Al entrar, pensé por un momento que podría estar cerrada. Una oficina pequeña en un complejo, a su vez, nuevo y feo. Allí no había ni un alma. Solo había una ventanilla. La señora de la ventanilla evidenciaba que la oficina, efectivamente, estaba abierta. Con un libro infantil que había comprado unos días antes bajo el brazo, me dirigí con alegría a la ventanilla. Intenté explicar en español que quería enviar el libro a Holanda. Era obvio que la señora no estaba tan alegre como yo. Murmuró algo ininteligible. Le pregunté si me lo podía repetir. De nuevo, indescifrable. Después señaló, ligeramente molesta, la pared detrás de mí, pero seguía sin entenderla. Un poco más enfadada gritó algo y volvió a señalar la misma pared. Creí reconocer número en su flujo de palabras incomprensible. Quemando el último cartucho, me dirigí hacia la pared referida. «¡Ah…eso es!» Allí estaba el dispensador de números. Toqué la pantalla del mismo y este me otorgó mi número. Seguidamente, miré a la señora de la ventanilla. Apretó un botón y en la pantalla apareció el número 23. Era mi turno.